MAPA DE EVENTOS

MEMORIA EN CATAMARCA (1990-1995)

LUMBRES
SILENCIOSAS

Crónicas de las caminatas entre
las montañas catamarqueñas.

El sonido de los pasos de 30 mil cuerpos caminando y exigiendo justicia ante un femicidio, y el sonido de las primeras explosiones a 3.500 metros de altura permanecen en los oídos de quienes imaginaron futuros posibles de justicia. Ese sonido está presente en los ríos que atraviesan los pueblos catamarqueños, en la sangre de quienes allí habitan. Un sonido perenne, ininterrumpido. Porque el agua guarda la memoria del tiempo. Porque allí están grabados todos los daños, todas las ausencias, todos los agravios humanos.

En el agua silenciosa que circula por cuencas, por cuerpos y por el aire, una mujer violada y asesinada, y una empresa transnacional extrayendo oro entre las montañas catamarqueñas aparecen nítidas y audibles. El femicidio de María Soledad Morales y la puesta en marcha del primer megaemprendimiento minero en Argentina, llamado Bajo de la Alumbrera, son imágenes de un tiempo cercano y lejano a la vez. Son presente en este momento pandémico de expansión del capital.

Hechos unidos por las mismas puntadas del poder de arriba. Hechos que alumbraron de manera silenciosa los sentidos de las luchas feministas y antiextractivas.

Las guardianas y guardianes de la memoria de estos hechos y del agua que transita por cuerpos y valles son quienes hoy habitan el territorio y caminan. Como Aldo, Rosita, Urbano, Onésimo y tantas otras personas que, erguidas, marchan cada sábado alrededor de la plaza de la localidad de Andalgalá, exigiendo que se vayan las mineras. Como Marianela y Laura, que hoy viven en la capital de Catamarca y gritan, en cada marcha de Ni una menos, el nombre de María Soledad.

De generaciones distintas, todas tienen la marca de los noventa y la memoria de aquella vez que, por primera vez, escucharon hablar de Bajo de la Alumbrera. De aquella vez que empezaron a nombrar y comprender la trama oscura del neoliberalismo.

Las memorias laten en cada
paso y corazonada.

Al principio
fue el silencio.


Silencio: estado en el que no hay ningún ruido o no se oye ninguna voz. Ausencia de noticias o palabras sobre un asunto. (RAE)

Silencio: cicatriz colonial, huella endémica y emotiva en la conciencia colectiva que dejó esa guerra de más de 130 años. El silencio es la denuncia de una opresión histórica estructural, sedimentada en los cuerpos. Es una forma de poder salir y expresarse. (Horacio Machado Aráoz)

Una violación seguida de femicidio y la habilitación de una empresa minera que consume 1.200 litros de agua por segundo tienen un mismo origen. La marca de la mina y la violación (Machado Aráoz, 2021) aparece en los noventa cargada de una fuerza antigua, colonial y patriarcal.

Entre los cardones, la aridez del clima y los relieves montañosos catamarqueños, se tejen estas historias de rabia y de lucha. Una energía fósil llamada imaginario, al decir de Bifo Berardi, intentó mostrar que no había otra opción que el destino minero en Catamarca. El imaginario neoliberal estableció el territorio catamarqueño como zona de sacrificio durante los noventa: inventarió los bienes comunes como recursos geológicos y mineros de la nación, propició la desregulación estatal, modificó el andamiaje legislativo y jurídico para facilitar la llegada de las Inversiones Extranjeras Directas y el negocio minero metalífero a gran escala. Allí, una densa trama del poder político estatal y empresarial pretendió anudar el destino de pueblos enteros al silencio pasivo.

Pero la resignación nunca fue una opción para los pueblos que luchan.

Una parte de la batalla antipatriarcal, anticolonial y antiextractivista se libró en estas tres últimas décadas en Catamarca, provincia cuyo nombre significa fortaleza en la ladera. La comarca montañosa fue y es actualmente territorio de disputa de cuerpos y rituales impregnados de silencio: un silencio que no miente, como diría John Berger. Un silencio que se parece al de los miles de indígenas zapatistas que se alzaron en armas en 1994, exigiendo un México con trabajo, tierra, techo, alimentación, salud, educación, independencia, libertad, democracia, justicia y paz. Un silencio de un mundo resurgiendo.

Los pueblos tienen memoria y tienen imaginación.

¿Qué palabras pueden contener la indignación y el dolor de un pueblo? ¿Qué decir cuando la asimetría es tan pronunciada que no hay condiciones propicias para oponerse a un régimen de poder?

El silencio de quienes fingen no escuchar los reclamos de un pueblo es bien distinto del silencio de la resistencia y de la búsqueda de justicia. El primero es ensordecedor. Es el de los cerros dinamitados que, en su desplome, dejan mudos a los pájaros. Es el de las máquinas que perforan con sus piezas fálicas la corteza del planeta y ahuyentan a los animalitos, silenciosos y aturdidos. Es el de los hombres que violan sistemáticamente la tierra, quitándonos sus colores.

Pero el segundo silencio, el de la resistencia y la justicia, es un silencio arcaico y hace eco entre los cerros: contiene en su esencia la soledad de la resistencia diaguita calchaquí, aquella que retrasó y evitó los planes de los conquistadores. Es un silencio que enuncia cuerpos erguidos, que marca la decisión de resistir.

Es un silencio que, al decir de Fabián Ortiz (2019), está presente en cada laguna del recuerdo, en eso que la memoria no alcanza a atrapar al decir.

El caso de María Soledad Morales (1990) y el inicio de Bajo de la Alumbrera (1995) aparecen claros frente a nuestros ojos mientras habitamos el presente futuro con silencios, pero también con gritos y, sobre todo, con caminatas. Si el tiempo no es lineal, si llevamos el futuro en nuestras espaldas, si mirando atrás y adelante podemos caminar en el presente futuro, como dice ese viejo aforismo aymara quipnayra uñtasis sarnaqapxañani, entonces, podemos celebrar, en un gesto anacrónico, la resistencia silenciosa de los pueblos catamarqueños, donde el pasado surge e irrumpe en el presente, al decir de Silvia Rivera Cusicanqui.

“Tenés que tener miedo porque
hay gente mala en la calle”

El día más oscuro


El año en que mataron a María Soledad Morales, Marianela Gamboa estaba naciendo. Muchos años después, elegiría irse a vivir a Catamarca y se sumaría a la lucha cuando la provincia ya se había convertido en un ícono de la resistencia a la megaminería en el país. Lo primero que le dijo su nona cuando le contó fue: “Ahí, donde mataron a esa chica, ¿estás loca vos, nena?”. En ese momento, no entendió, pero, luego, comprendió su miedo.

Ese miedo fue huella en las infancias de toda una generación que nació y creció en democracia, pero que palpitaron las memorias del terror de la dictadura en el transitar, en las desapariciones, en la aplicación de torturas, en los sentidos históricos de las luchas.

La primera vez que escuchamos hablar de ese territorio sobre el que se quiso trazar un destino minero y de impunidad, teníamos entre cinco y siete años. Y lo recordamos. Por aquella primavera de 1990, un nombre llegaba hasta nuestros oídos atravesando montañas y cauces de ríos, echando luz sobre el funcionamiento del poder de arriba: María Soledad Morales.

La televisión prendida en el momento del almuerzo, Mirtha Legrand acompañando la mesa y la cara de horror de alguna abuela incrédula ante los hechos, ante tanta muerte. Un crimen terrible, un miedo que todavía latía en quienes habían atravesado la dictadura. Nombrar lo que sucedió como femicidio vino mucho después.

La “Sole” tenía 17 años. Vivía en San Fernando del Valle de Catamarca. El 12 de septiembre de 1990, hubiese cumplido 18. Pero, el 7 de ese mes, fue a una fiesta en la disco Le Feu Ruge, organizada para recaudar fondos para el viaje de egresados que realizaría junto a sus compañeras del Colegio El Carmen y San José. Esa noche, ellas la vieron subirse a un auto que conducía el hombre con el que, por entonces, se frecuentaba: Luis Tula. Él la llevó a otro boliche llamado Clivus y allí la presentó a otros individuos, hijos de funcionarios políticos y policiales de la provincia. Una forma de nombrar a los responsables empezaría a circular los días posteriores a su femicidio y se haría eco en todo el país: “Los hijos del poder”. Aparecían algunos nombres que alcanzaron trascendencia mediática: Guillermo Luque, hijo del entonces diputado nacional Ángel Luque; Diego Jalil, hijo del intendente de la ciudad en ese entonces; Arnoldito Saadi, primo del gobernador de Catamarca, y Miguel Ferreyra, hijo del jefe de la policía.

Esa noche, a María Soledad la emborracharon, la obligaron a tomar cocaína y la sacaron arrastrando a la vista de muchas personas que estaban en Clivus. Encontraron su cuerpo en una cantera el 10 de septiembre de 1990. Mutilado, desgarrado, profundamente violentado.

Una piel deshecha.

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Cuando ocurrió lo de María Soledad, Laura García tenía once años y estaba en séptimo grado de la escuela primaria. Hacía apenas un año que se había mudado a San Fernando del Valle de Catamarca. Hay una frase que le dijo su mamá, que no se olvida: “Tenés que tener miedo porque hay gente mala en la calle”.

El “no te metás”, como referencia a no involucrarse en espacios de militancia y de lucha política, porque era peligroso o porque, simplemente, no valía la pena, apareció como una marca de época y un consejo de “las personas adultas”. La frase “en algo raro andaba” también se convirtió en una justificación de crímenes, de detenciones arbitrarias, de formas de culpabilizar a las víctimas de violencias. Pero hubo un caso que logró romper con ese imaginario.

El día en que encontraron el cuerpo, la conmoción estremeció a muches. Como si un fuerte temblor estuviera por comenzar. Ada Rizzardo, la mamá de María Soledad, estaba lavando los guardapolvos de sus hijas y escuchó una voz que la llamaba y le decía “mami”.

Ese día, Milvia Carram estaba en la escuela donde iba la Sole y vio cómo una compañera de ella sangraba y lloraba de bronca y de dolor tras haber golpeado un vidrio.

¿Quién la mató? ¿Por qué la mataron? ¿Por qué?

No, ninguna de las compañeras de Sole aceptó que se pronunciara la frase de que en algo raro andaba.

Flavia Cuello no iba al mismo colegio que la Sole y que Milvia, aunque, luego, sería una de las muchas mujeres que impulsarían las Marchas del Silencio para exigir justicia. Su memoria transgresora recuerda ese día como si fuera ayer: estaba en la escuela y se fue caminando a su casa mientras sentía sus pasos retumbando en el silencio de una ciudad callada.

El día en que encontraron el cuerpo, Martha Pelloni, rectora del colegio del Carmen y San José al que iba María Soledad, les dijo a sus compañeras que querían salir a protestar: salgan, en silencio.

El día en que encontraron el cuerpo de María Soledad Morales, se rompía un silencio y renacía otro. En las escuelas, en las casas, en las plazas, el nombre de la adolescente asesinada iba prendiendo luces que empezaban a alumbrar los miedos, los dolores y los primeros pasos para encontrarse con jóvenes de otras escuelas secundarias. Las primeras voces que nombraban lo sucedido y señalaban a los posibles responsables. Una pueblada donde 30 mil personas salían a la calle a marchar.

En esa sociedad que estaba en los umbrales de una nueva década, del fin de un siglo, del comienzo de otro, cientos de cuerpos postdictadura empezaban, en silencio, a mover los pies.

Fueron jóvenes quienes iniciaron el caminar.

Las Marchas del Silencio se convertirían así en una marca de los noventa, una forma de protesta pacífica que salía de las entrañas de esas multitudes cuya fuerza expresiva y cuya elocuencia estaban en marchar sin palabras.

Los pueblos tienen memoria
y tienen imaginación

Y, luego, la explosión


Al calor de las movilizaciones que marcaron a la juventud catamarqueña de esa década, se tejían decisiones que marcarían el rumbo político, económico y social de la provincia de Catamarca. Algunes hablan de un acuerdo que implicaba la caída de los Saadi. Menem y Castillo eran los nombres más visibles del poder que encabezaron un pacto del cual solo hay intuiciones y cabos que se fueron atando a lo largo de los años: el pase de mando a nivel provincial legitimó la gobernabilidad a un sector que avalaba las políticas de claro impulso neoliberal que se destinaron al fortalecimiento de un marco legal para las inversiones mineras en el país. Y Catamarca era el territorio propicio para el desembarco de las mismas.

Después del femicidio de la Sole, ocurrió una seguidilla de impunidades y ocultamientos.

Los hijos del poder, aquella forma de nombrar a los responsables del femicidio de María Soledad, tienen apellidos que se perpetúan y se cruzan con los responsables locales de haber habilitado la minería a cielo abierto en la provincia.

Un mes después del femicidio, a la par del silencio de las marchas, se constituían otros silencios vinculados a imágenes fantasmagóricas: una empresa radicada en las islas Bermudas se presentaba como única oferente al concurso para la exploración y explotación de Bajo de la Alumbrera: Musto Explorations Limitada. Por detrás, estaba Goldcorp Corporation.

Yacimientos Mineros de Agua de Dionisio (YMAD), que, desde hacía un tiempo, se había constituido como una Unión Transitoria de Empresas (UTE), había obtenido los derechos de exploración y explotación: una sociedad integrada por representantes del gobierno de Catamarca, la Universidad Nacional de Tucumán y el gobierno nacional.

La provincia fue intervenida en abril de 1991 y Luis Prol asumió como interventor federal del Poder Ejecutivo y Legislativo en la provincia. El jefe de la policía provincial fue reemplazado por el represor genocida, Luis Patti. Ambos designados por el ex presidente Carlos Saúl Menem. El Poder Judicial ya estaba intervenido. Así, se destituyó a Ramón Saadi.

Fueron siete meses hasta que se realizaron las elecciones que marcaron el inicio del Frente Cívico y Social, cuyo candidato a gobernador fue Arnoldo Castillo, exgobernador de facto durante la dictadura militar, dando lugar al comienzo de una nueva alianza política que se enquistó en el poder y cuya continuidad se puede trazar hasta la actualidad en los nombres, en los apellidos y en las políticas estatales de quienes hoy gobiernan la provincia.

Apenas asumida la gobernación de Castillo, en 1992, el concurso para la exploración de Bajo de la Alumbrera fue adjudicado a la compañía Musto Explorations.

Un pacto elitista, al decir de Horacio Machado, en el que se consolidó “un discurso estadocéntrico, tecnocrático, donde no se avizoraba un cambio de régimen, sino un cambio de comando en el régimen”. Estas élites locales asumirían la actividad minera como política de Estado: “Acceso a renta extractivista que intensificó un modelo de dominación centrado en clientelismo político y en la asistencialización masiva de la población”.

Mientras, las Marchas del Silencio por el femicidio de María Soledad continuaban y se multiplicaban. Ese formato único de protesta para exigir verdad y justicia se trasladaría, muchos años después, a formas de protestar por las consecuencias del emprendimiento Bajo de la Alumbrera que empezaron a percibirse. Años después, las Mujeres del Silencio usarían mordazas en lugar de pañuelos blancos a 1.300 kilómetros de la Capital y se convertirían en un símbolo de la lucha contra la minería a cielo abierto en Andalgalá.

“Esta es la Argentina que necesitamos, que se abre al mundo, que recibe inversiones, que promete un futuro”

La Alumbrera
no será televisada


Un cine teatro, un presidente de traje azul, un gobernador estrenando su puesto, gente seria con corbatas, dos embajadores que hablan en inglés, un secretario de minería, una lapicera, una hoja con un convenio, un micrófono desde donde se va anunciando en la sala lo que está ocurriendo.

Todas masculinidades: el pacto de los caballeros.

Un espectáculo: el del poder de arriba, prometiendo trabajo y progreso ante cientos de empresarios y funcionarios.

Así como el caso de María Soledad hizo visible y nombrable el horror y la impunidad del pacto político-patriarcal, el caso de la Alumbrera permite revisitar y repensar los territorios-cuerpos y las violencias ejercidas en tiempos “democráticos”, los saqueos devenidos espectáculo y la unión de poder-dinero-masculinidades que, lejos de ocultarse, se televisan.

En octubre de 1994, en el Cine Teatro Catamarca, se firmó el convenio entre Minera Alumbrera Limited y el YMAD. Darío Aranda recuperó una de las frases de Carlos Menem en el discurso que brindó ese día: “Esta es la Argentina que necesitamos, que se abre al mundo, que recibe inversiones, que promete un futuro”.

Tres años después, el 1 de noviembre de 1997, llegó el primer estruendo. Y el segundo. Y el tercero. Y así, se volvieron incontables. Toneladas de explosivos dinamitando las montañas y diseminando piedras. Un suspiro de dolor se escuchó bajito entre tanto ruido y polvo en contacto con el aire y la humedad.

Así comenzaba uno de los principales proyectos metalíferos del mundo, a 2.600 metros sobre el nivel del mar. Menem volvió a estar en Catamarca, vestido de traje, en 1997, al lado del obispo Elmer Miani, quien bendijo las operaciones mineras. Miani es el mismo que estaba a cargo del obispado durante el femicidio de María Soledad. Estado e iglesia aliados, futuros cargados de promesas y mentiras.

Unos meses antes de la primera explosión, en agosto de 1997, había comenzado el segundo juicio por el caso de María Soledad. El primero, que se había desarrollado durante algunos meses en 1996, fue televisado, banalizado y la transmisión en directo del debate incluyó las declaraciones de los testigos. Miles de televidentes lo siguieron desde sus hogares hasta que lo suspendieron y las cámaras televisivas se apagaron.

Por aquellos años, las Marchas del Silencio habían tomado escala nacional y se mezclaban con el ruido de la tele. Escándalos mediatizados, Clarín dando primicias y espectacularizando escándalos: uno de los cronistas dio a conocer que Ángel Luque, padre del principal imputado por el crimen de María Soledad, había afirmado que, si su hijo Guillermo la hubiera asesinado, él contaba con todo el poder como para que el cadáver de la joven nunca apareciera.

Alejandro Ortiz Iramaín, presidente del tribunal durante el juicio de 1996, renunció con una denuncia por supuestas presiones de parte del gobernador Arnoldo Castillo. Juan Carlos Sampayo y María Alejandra Azar, les otres dos integrantes del tribunal, fueron recusades después de que las cámaras de televisión captaran una señal sutil en el momento en el que debían tomar una decisión respecto a una testigo, acusada de dar falso testimonio.

El juicio y la condena marcaban el cierre de un ciclo de lucha en torno a la exigencia de justicia, pero no dejaba paz ni tranquilidad para los corazones de aquellas jóvenes que, durante años, habían caminado por las calles con pancartas en alto y pasos firmes.

Mientras sucedía el juicio, Minera Alumbrera seguía explotando el cerro. La provincia de Catamarca adhirió ese año al Código de Minería Nacional. El marco de estabilidad fiscal y seguridad jurídica para las empresas inversoras estaba asegurado por una serie de legislaciones y controles ambientales laxos, donde las Inversiones Extranjeras Directas (IED) tuvieron grandes beneficios fiscales y comerciales. Pero, de eso, poco hablaban los grandes medios de comunicación que habían convertido en espectáculo el juicio por un femicidio.

El 27 de septiembre de 1998, ocho años después de la primera ausencia de María Soledad, Tula fue condenado a nueve años de prisión por ser partícipe secundario. Guillermo Luque fue condenado a 21 años como autor material del crimen. 14 años después de la condena, no quedó nadie preso por su femicidio y muchos de los responsables, impunes. El pacto de silencio entre sujetos del poder de arriba fue más fuerte que el silencio de las calles.

A pesar de las cámaras y la celebración menemista, la Alumbrera no estaba siendo televisada. No había miradas que pudieran meterse en el enorme open pit y retratar qué ocurría ahí.

En diciembre de 1998, con el juicio por el femicidio ya acabado y diez años después de que YMAD realizara las primeras exploraciones en la zona donde se asentó Bajo de la Alumbrera, el reporte anual de la compañía afirmaba que las exportaciones de la empresa representaron el 96 por ciento de las exportaciones provinciales. Los buques salían con destino a Corea, Japón, Finlandia, Suecia, Alemania, España. Algunes comenzaron a hablar del “milagro catamarqueño”.

Pero la resignación nunca fue una opción para los pueblos que luchan

¿Milagro?


El auge minero de las Inversiones Extranjeras Directas en el sector minero metalífero debe ser entendido como un punto de inflexión: el boom de la “nueva minería” en América Latina y la aparición de Bajo de la Alumbrera en el mapa del saqueo catamarqueño obedeció en los noventa a una nueva etapa de expansión del capitalismo.

Menem hablaba de un país soñado, condensado en el modelo catamarqueño. Y esa extracción violenta de minerales que se exportaban al mundo, dejando una tierra arrasada, se pintaba como “milagro”. Iglesia y Estado cubrían con un manto místico el extractivismo. Tal vez, así, pretendían hacerlo incuestionable.

La historia de los milagros está muy presente en la historiografía oficial argentina y, en particular, catamarqueña. La Virgen del Valle y la Difunta Correa son partes nodales de las creencias populares que mezclan la precordillera y la divinidad.

Esto tiene un trasfondo colonial muy fuerte y pronunciado, afirma Horacio Machado, que comienza sus reflexiones en el momento en que aparece, según dicen las lenguas orales, una virgen que ayuda a los conquistadores en la batalla contra la resistencia indígena: “Este efecto trató de producir una lógica de sincretismo religioso para el apaciguamiento de la resistencia indígena. La virgen negra, la morena, la indígena que es encontrada por un indígena que estaba converso”.

Los primeros intentos de ocupación del territorio, según cuenta la memoria del agua donde se inscriben todos los vestigios del tiempo, fue en 1535 y la fundación de Catamarca definitiva se hace en 1683: 148 años de resistencia diaguita calchaquí.

Fue necesario allí una rearticulación de la cruz y de la espada, afirma Horacio, donde la iglesia tuvo un papel clave en la legitimación de la ocupación colonial. 460 años después, la iglesia aparece en los relatos de la bendición del modelo minero.

Todo iba a cambiar, gracias a un suceso extraordinario y maravilloso que no podía explicarse y que se atribuía a la intervención de Dios.

Sin embargo, una vez más en la historia de los pueblos, el destino trazado obedecía a las leyes del capital más que a la providencia divina.

Los capitales se habían hecho carne en los territorios

Ese oscuro
objeto de deseo


Lumbrera: mina o cantera
de donde se saca el alumbre.


La madrugada del 17 de enero de 1991, las tropas estadounidenses, británicas y de Arabia Saudí comenzaron un ataque aéreo en Irak. Como si fuera una película bélica o de ciencia ficción o un partido de fútbol, cientos de millones de personas asistieron al espectáculo con una cerveza en la mano. No se veía sangre ni muertes ni niñes llorando. Eso que ocurría en el golfo pérsico se veía desde lejos. Las pantallas se convertían en un resplandor cada vez que explotaba una bomba.

Un resplandor, una luz lejana. Eso era la Alumbrera para les pobladores que vivían a escasos 60 kilómetros en línea recta del primer yacimiento megaminero de Argentina. De noche, en Andalgalá, veían una luz que se prolongaba desde adentro de los cerros. Las obras de infraestructura habían comenzado en 1995, pero nadie podía adivinar lo que vendría. Ni que esa lumbrera traería tanto daño.

La tierra prometida, el maná escondido y oculto de la ficción minera, al decir de Mirta Antonelli, requiere del tiempo: “El futuro presente en la sobreexplotación de lo que yace allí desde el origen”.

Menemismo, conversión monetaria, privatizaciones y dolarización durante los noventa, cuando la minería a cielo abierto se puso en marcha de manera novedosa en nuestro país. Argentina, al igual que Perú, Bolivia, México, pasaba a ser uno de los países con tecnología “de punta” en la explotación a gran escala, con un andamiaje legal e institucional sólido, que se había tejido cuidadosamente desde los años setenta con las manos ensangrentadas de los genocidas del Plan Cóndor.

Los capitales se habían hecho carne en los territorios.

Un tiempo relativamente corto, pero denso, significativo para comprender la dimensión de esta jugada histórica en América Latina de quienes tejen la trama más oscura para nuestros pueblos.

“Aceptamos la minería porque la desconocíamos”, dice Urbano, poblador que nació a 1.200 metros sobre el nivel del mar en la montaña. Esto podría afirmarlo en el año 2000, cuando empezara a darse cuenta de las graves consecuencias que estaba dejando la Alumbrera y decidiera sumarse a la lucha.

Cinco años antes, Urbano se prepararía para ir a la plaza principal de Andalgalá, a dos cuadras de su casa. En escasos minutos, estaría aplaudiendo al gobernador Arnoldo Castillo, algunos ministros y la empresa minera. Anunciaban que la minería iba a cambiar el pueblo, que el trabajo se multiplicaría, que mejoraría la infraestructura.

Para quienes, ya en ese entonces, descreían de las bondades que traería la minería a cielo abierto, la sensación de asfixia y de impotencia aplastaba: “Se venía una aplanadora tecnocrática, una invasión de un poder que venía a alterar radicalmente los patrones de vida de nuestra sociedad. Una cúpula haciendo todas las adecuaciones para eslabonar nuestro territorio como el primer eslabón de una cadena de mercancías globalizadas”, dice Horacio.

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Minera Alumbrera es el principal consumidor de explosivos del país y el open pit —el tajo enorme que se ha producido en más de 25 años de explotación— posee una dimensión aproximada de 2.000 metros de diámetro por 800 metros de profundidad. Ocupa un espacio de 10 millones de metros cuadrados, lo que equivale al espacio de 2.500 canchas de fútbol o de 35 mil viviendas.

Los vehículos gigantes llegaron desde Chile. De a poco, empezaron a entrar hacia la profundidad de la montaña y a transitar sobre un tajo a cielo abierto. “Te acostumbrás a las dimensiones del camión”, dice Elizabeth, trabajadora de la Alumbrera, en una campaña publicitaria donde la empresa muestra el trabajo en la mina.

El dique de cola se encuentra cerca de las viviendas del poblado Vis Vis, pueblo que fue abandonado por sus habitantes desde que la Alumbrera comenzó a operar. Hoy, ese murallón contiene el líquido que fue utilizado durante más de dos décadas para el proceso de lixiviación, que implica el uso de sustancias químicas para la disolución de los metales del material que los contiene.

A unos tres kilómetros de esa pared construida en zona sísmica, la posibilidad de una rotura causa terror. Un mineraloducto realizado para transportar barro con ácido y mineral diluido, colocado sobre el cauce de un río, atraviesa la cuenca hídrica Vis Vis-Amanao. El mismo consiste en una cañería de 315 km de longitud, escasamente enterrado, por donde se transporta el mineral hasta Cruz del Norte (provincia de Tucumán). Desde allí, se transporta vía ferrocarril hasta el puerto en Rosario para ser exportado.

A lo largo de los años de existencia de la Alumbrera, hubo, al menos, cuatro derrames que salieron a la luz: el 17 de septiembre de 2004, el 10 de junio de 2006 y, dos días después, el 12 de junio (localidad de Villa Vil); y diciembre de 2008 en el paraje de Ampujaco, límite entre Andalgalá y el departamento de Belén. No hizo falta excavar para que empezaran a iluminarse las consecuencias de la megaminería.

La falta de diálogo, el escabullimiento de representantes de las empresas, el malestar de la población y la alarma ante hechos que antes no ocurrían en el pueblo pusieron a gran cantidad de sujetos en estado de movilización.

Mientras el juicio y la condena por el caso de María Soledad Morales ocurría en los tribunales del Poder Judicial, surgían las primeras movilizaciones para denunciar lo que estaba pasando en los territorios: las Marchas del Silencio por un femicidio se acababan y nacía un nuevo silencio. Mujeres comenzaban a alumbrar una nueva resistencia.

Lumbre significa materia combustible encendida.

Alumbrar significa aclarar, iluminar, clarificar, esclarecer.

Alumbrar, además, también significa parir.

Parir la lucha


¿Qué significó el femicidio de María Soledad? Silvia Elizalde dice que su muerte podría haber sido la de tantas otras mujeres jóvenes asesinadas en Latinoamérica, pero que tuvo la particularidad de operar como una puerta de entrada para leer un contexto político y cultural “cuyas articulaciones internas entre prácticas, valoraciones de orden moral y significaciones sociales —sobre los varones jóvenes, ricos e impunes, las chicas ‘sencillas’, los cuerpos legítimos y los cuerpos descartables, etc.— perdieron contingentemente cohesión y fijeza de sentido, como la misma alianza de fuerzas opresivas que les daba sustento”.

A los días del femicidio, se realizó la primera Marcha del Silencio, marchas que eran predominantemente de mujeres. Durante años, continuaron existiendo. En esas primeras movilizaciones, había una interpelación tácita a la iglesia y a un régimen político que “parecía monolítico y avizoraba a desbordarse”, dice Horacio Machado. Nacían junto a la fuerza de las pibas, una energía y una expectativa de cambio y transformación en el sistema político catamarqueño.

Tanto en los reclamos de justicia por María Soledad como en las batallas socioambientales que se libraron en territorio catamarqueño por la defensa del territorio y los bienes comunes, la fuerte presencia de mujeres se convirtió en un elemento ineludible a la hora de pensar las luchas: mujeres tomando decisiones; participando de la vida comunitaria; organizándose, movilizando a sus compañeros varones.

Fueron las pibas, me dice Laura. Y lo repite: fueron las pibas. Fueron las pibas las que iniciaron y generaron una gran luminosidad incontenible respecto a un caso de femicidio. Lumbre que permitió mostrar y desarmar un poder viciado y corrupto, lumbre que derivó en la caída del gobierno de los Saadi. Lumbre que también permitió, muchos años después, que se juzgara como “femicidio” el caso de Rita Valdez, en junio de 2014, primer juicio en la provincia de Catamarca, en Argentina, donde se aplicó esta carátula a una causa.

Esa fuerza de las pibas mutó, se transformó a lo largo de las décadas. Es una fuerza que se sostiene no solo en las calles, sino también teniendo una trama comunitaria que nos permita seguir vivas, dice la feminista uruguaya Mariana Menéndez. Es la misma que llenó las calles de pañuelos verdes, glitter y consignas feministas durante los últimos años de lucha por el Aborto Legal, Seguro y Gratuito en Catamarca. Es la misma fuerza que busca cuidar y proteger los bienes comunes. Las pibas, las mujeres, los cuerpos feminizados, que ponen el cuerpo. Un ejercicio permanente y cotidiano, una cuestión visceral.

Durante los noventa, en los años en que ocurrieron las Marchas del Silencio, se conformó la Juventud Catamarqueña (Ju.Ca.), espacio que nucleaba a jóvenes estudiantes de distintas escuelas secundarias de la capital provincial. Allí, eran sobre todo mujeres quienes discutían cómo organizar las marchas, cómo salir a convocar a otras escuelas, juntar recursos, conseguir plata para el sonido, unificar las consignas. Flavia participaba de la Juventud Catamarqueña y recuerda ese espacio como su primer antecedente de militancia, de participación política. Ella pasaba por todos los cursos a invitar a las Marchas del Silencio. Pero no podían entrar a los cursos donde estaban los Jalil y donde estaban los Saadi. En los patios, quienes participaban de las marchas les decían en voz alta que eran de las familias del asesino, que eran las familias del poder. Cuando sucedía eso en la escuela, se cortaban las clases, les separaban.

Flavia dice que, primero, parecía como un “juego” en que salían a marchar sin dimensionar el riesgo y lo que vendría después. Un impulso vital: pedir justicia ante tanto horror. Un horror organizado, planificado. Ella venía de un mundo de historias de militancia política, con una infancia atravesada por mudanzas, alquileres, pensiones, visitas prolongadas a la casa de abuela, visitas de desconocides que paraban un tiempo en su casa y, luego, seguían viaje de manera clandestina en medio de la dictadura. Pero no fue hasta el momento en que se organizó con otras jóvenes para salir a marchar cuando pudo tomar dimensión del mundo político y del inicio de una forma de vida que reclama por justicia.

Los escraches, que en los noventa se convirtieron en una herramienta para la denuncia de los genocidas libres, tomaron su forma con los escraches feministas, como aquellos que se hicieron denunciando a Luis Tula, quien vive a pocas cuadras de la casa de la mamá de María Soledad y, en junio de 2019, fue denunciado por hostigamientos y amenazas a una ex pareja. Tula tiene una convivencia de lujo con el sistema judicial y policial de Catamarca, afirma Laura García, y si bien eso y la complicidad de los medios de comunicación locales le dan un manto de impunidad, la fuerza del movimiento feminista catamarqueño logró visibilizar la denuncia de violencia de género.

Marchar y escrachar para que las calles se conviertan en relatoras de justicia y de alerta, para que el caminar de los responsables de femicidios y violencias esté rodeado de miradas alertas y sientan el peso de las mismas.

Militar en los 90 era eso: enfrentar los resabios de la dictadura

Caminar los sitios
de la memoria


Cuando Flavia y Milvia se encontraron después de muchos años en el sitio de memoria La Perla, el principal Centro Clandestino de Detenciones de la provincia de Córdoba, se miraron y se reconocieron. Su encuentro fue un encuentro político en el que se vieron unidas por una misma vivencia: “Ese trabajo, esa lucha compartida”, dice Flavia. Juntas, rememoraron sus caminatas en Catamarca, las reuniones donde empezaba a tomar forma la Juventud Catamarqueña, la certeza de salir a la calle, el primer gesto de militancia política y social, y la importancia de hacer memoria en territorio.

Aprendimos que a los sitios de memoria los hacen quienes transitan por allí. “Esa es la casa de María Soledad”, “acá era Clivus”, “acá donde fue la fiesta con la gente del poder”; “en esta playa de estacionamiento es el lugar donde se la vio la última vez que salió a esperar a Tula”; “aquí está el monolito donde apareció el cuerpo”.

Marianela Gamboa se preguntó durante un tiempo si era morboso señalar los lugares vinculados al femicidio de María Soledad a quienes llegaban a la ciudad de San Fernando del Valle de Catamarca. A 30 años de lo ocurrido, piensa que nombrar y señalizar un espacio es una práctica de memoria para que nadie que pase por las tierras catamarqueñas se vaya sin saber que María Soledad no está, que falta, que los “hijos del poder” la asesinaron. Una memoria sostenida y colectiva, señales del horror, pero también de la resistencia al olvido.

Sitios y espacios de memoria para decir Nunca más.

“La causa María Soledad me vincula a mi causa”, dice Martín Fresneda. Él es hijo de desaparecides, fue uno de los tantos que participó en la conformación de la Juventud Catamarqueña cuando ocurrió lo de María Soledad; hoy, milita en derechos humanos y vive en Córdoba. Se fue a vivir a Catamarca de pequeño y fue criado por Mirtha Argañaraz, quien había llegado en 1976 a la provincia, a poco de comenzada la última dictadura cívico-militar-eclesiástica en Argentina, huyendo de los militares y de una orden de captura.

Asistían juntes en una vieja motito a las reuniones que se hacían para organizar las Marchas del Silencio. Recuerda también la fuerte presencia de Mirtha y su andar empedernido: durante el gobierno de Ramón Saadi, iba a cárceles y comisarías a ocuparse y acompañar a las personas presas.

Y es que militar en los noventa era eso: enfrentar los resabios de la dictadura, batallar contra el encierro que habían querido imponer los militares y la iglesia a fuerza de muertes, desapariciones, torturas, dar cuenta de los cientos de despidos y situaciones de precarización laboral que empezaban a ser moneda corriente en nuestro país. Militar en derechos humanos es, para Mirtha Argañaraz, algo que sale desde adentro. Como la sangre que te corre por las venas, dice.

"Nos teníamos que ir
si no queríamos morir"

Y el silencio
se hizo grito


“Tenemos la experiencia de la Alumbrera, solo nos deja la ruina, nadie se va a hacer cargo del dique de cola, con compuestos químicos irreversibles, que contaminan. Eso, un día, se viene abajo, como pasó con la empresa Vale en Minas Gerais, y van a desaparecer muchos pueblos”.
(Raúl, vecino de Choya, Andalgalá).

Cuenta una vieja leyenda calchaquí que, antiguamente, los pájaros tenían el plumaje del color de la tierra donde habitaban, pero querían que sus plumas fueran como los pétalos de las flores, brillantes y coloridos. Se juntaron en una asamblea a debatir cómo hacerlo. Bandadas fueron colocándose en la sombra de los cactus, entre los arbustos, sobre las ramas de los algarrobos.

El cielo se volvió marrón de tantos y tantos pájaros que volaron para encontrarse. Había quienes querían las plumas de un solo color, otros con muchos. Debía decidir cómo brillar. Cómo alumbrar.

Así, como los pájaros, los pobladores de Andalgalá comenzaron a reunirse.


Los primeros antecedentes organizativos en torno a Bajo de la Alumbrera fueron el grupo que se llamó Vecinos Autoconvocados por la Vida de Andalgalá y las Madres del Silencio de Andalgalá, que llevaron adelante una serie de acciones que visibilizaban los derrames tóxicos y las enfermedades denunciadas por los pobladores de Belén, Andalgalá y Santa María, cercanas a la Alumbrera. Allí, un grupo de vecinas y vecinos conformaron lo que se llamó Autoconvocados: “Empezamos a cotejar la realidad con lo que nosotros veíamos de parte del gobierno, de los diarios, ya desde entonces empezaron a cooptar a los políticos, los medios de información pública, las radios, los diarios, todo”, recuerda Urbano. En la lucha, aprendió a defender el territorio y también a cuidar sus vínculos. Y aprendió también a acompañar tantas otras luchas del país, desde Gualeguaychú hasta los pueblos indígenas de Aconquija. Repite que, si tiene que morir por la causa, lo va a hacer.

Las resistencias continuaron y se fortalecieron cuando, en el año 2009, algunas personas se enteraron de la existencia del proyecto Agua Rica y “Pilciao 16”. El área de mina cubre prácticamente la ciudad de Andalgalá y el expediente 770B2005 establecía que era posible trasladar al pueblo de Andalgalá en caso de que se decidiera explotar Pilciao 16. Sobre el departamento de Andalgalá existían 280 permisos mineros de prospección y exploración, y la Secretaría de Minería de Catamarca había autorizado la explotación, cediendo el subsuelo de Andalgalá en el año 2005, pero el acuerdo fue conocido cuatro años después. La Secretaría de Minería admitió dicho acuerdo apelando a futuras indemnizaciones y cambiando con posterioridad su estrategia: tratando de desmentir lo ocurrido.

A partir de allí, se empezaron a multiplicar las voces de las resistencias: “Iban a explotar donde están las vertientes, las nacientes del agua que alimentan nuestro pueblo. Íbamos a quedar sin recursos porque, con la primera bomba que tiraran, iban a contaminar el agua que nace justamente en ese lugar. Esa indemnización de la que hablaban en Andalgalá iba a ser nula. Nos teníamos que ir si no queríamos morir”, dice Aldo Flores.

Pero el pueblo no solo no se fue, sino que, otra vez, transformó la indignación, la digna rabia en caminata.

Un tiempo lleno de
silencios y pasos

El fuego de las mujeres

“No queremos gestionar el infierno, queremos desarmarlo y construir algo distinto”.
(Raquel Gutiérrez Aguilar)


Año 2011, 12 de marzo. Frente a la Casa de Gobierno de la provincia de Catamarca, en la capital provincial, un grupo de mujeres detienen su caminata. Llegaron desde Andalgalá, lugar donde, cada miércoles, rondan la plaza con carteles y pancartas que afirman que, en el pueblo, no hay paz social. Y que, por lo tanto, las mineras no tienen licencia para operar.

Llevan sus bocas tapadas con mordazas. Una de ellas agarra el micrófono, se saca la cinta que le cubre los labios y habla.

“Andalgalá tiene las minas y ustedes se están llevando la plata. En Andalgalá, no queda nada. Y está demostrado que la minería no ha servido para el progreso. No lo sustenta. Los medios saben, el pueblo sabe que no podemos tener un mamógrafo, que nos mandan cosas viejas, que las tetas de las mujeres de Andalgalá no le importan a nadie, que la salud de los andalgalenses no les importa”.

Hijas, esposas, madres, hermanas, ciudadanas, católicas y no católicas, docentes, empleadas, artesanas, trabajadoras de la tierra. Así se nombran. Llegaron hasta la médula del poder provincial para decirles a los gobernantes que Andalgalá tiene memoria, que el 15 de febrero de 2010, fecha de una brutal represión a quienes se oponían a la instalación de un nuevo proyecto minero, que las golpeó, no se olvida.

Año 2015, 3 de junio. En la plaza de La Alameda, en San Fernando del Valle de Catamarca y en 80 ciudades de Argentina, la consigna “Ni una menos” moviliza a cientos de miles de cuerpos que salen a pedir justicia por cada femicidio, a nombrar a las que ya no están, a decir que la violencia machista mata y que vivas nos queremos. Ada Rizzardo está de pie, frente a 5.000 personas. Tiene un micrófono en la mano y 15 años de caminar por las calles exigiendo justicia y verdad por su hija. No está sola. Ve a las jóvenes con carteles, megáfonos y el color violeta del movimiento feminista, y les susurra al oído, a cada una de ellas, que le hacen acordar a las compañeras de su hija María Soledad, las primeras en salir a marchar, las que hicieron del silencio un grito.

¿Cómo se puede seguir diciendo lo mismo después de tantos años, sosteniendo la frase de “el agua vale más que el oro”? ¿Cómo sostener la salud psíquica y emocional ante un poder que permanentemente está minando y desgastando la esperanza de vida, la energía vital? Hay varias claves: el espacio colectivo, el encuentro en las calles, el cuidado de los cuerpos entre quienes están en la lucha.

Pobladores que, desde hace años, dan batalla a la minería a cielo abierto en Catamarca, que rechazan Agua Rica y Pilciao 16, que viven cansades de las promesas, el despojo y la muerte que trajo Minera la Alumbrera. Pobladores que, desde hace años, recuerdan lo ocurrido con María Soledad e insisten con la necesidad de justicia ante tanto patriarcado.

Gane quien gane, aquí no habrá minería fue la frase que se pegó en cientos de viviendas, autos, termos.

Ante la justicia machista, la memoria es feminista.

El problema no está solo en el enquistamiento de las élites locales, sino en el modelo democrático de poder familiar-capitalista: el pacto de quienes gobiernan arriba y buscan garantizar la continuidad del modelo extractivo patriarcal. Ya sea con un Estado provincial semi-ausente, con escasa participación y responsabilidad en los impactos sociales que pudiese llegar a generar este tipo de lógica extractivista y patriarcal, o bien con un Estado provincial que juega un papel más activo y logra una mayor legitimación: la expoliación de nuestros bienes comunes y nuestros cuerpos-territorios sigue en marcha desde los noventa.

La lucha contra la megaminería y el sistema patriarcal, desde la década del noventa, también se vio marcada por una emocionalidad expresada en la angustia y la preocupación en torno al futuro de las generaciones venideras por la transformación del territorio en un espacio invivible. Territorios donde no existe la reparación del daño, donde el poder, convertido en despojo, acecha de múltiples maneras. No es fácil sostener una lucha tan larga. El extractivismo se mete en nuestras mentes, rompe nuestros vínculos, sustrae nuestras memorias, domina nuestros deseos, se apropia de nuestros cuerpos-territorios y los destruye, los erosiona, los desgasta.

Pero las comunidades insisten en que las violencias de los noventa no pueden ser borradas. La tarea de echar luz sobre la trama oscura del poder es parte de la resistencia en silencio — pero no silenciosa— , y ancestral de aquelles que habitaron el territorio desde tiempos inmemoriales y de quienes hoy lo habitan.

En el agua, está la memoria del tiempo. Un tiempo marcado por la injusticia.

Un tiempo lleno de silencios y pasos.

Agua y memoria.

Luces y silencios.






Referencias

Antonelli, Mirta A. (2016): Del pueblo elegido y el maná escondido. La minera en San Juan, en Revista Tabula Rasa, Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca, Bogotá.

Cerutti, Débora A. (2017): Comunidades en resistencia frente a violencias entramadas en América Latina. Megaminería y control social en un espacio subnacional: San Juan, Catamarca y La Rioja. Tesis doctoral inédita.

Elizalde, Silvia (2018): Contextos que hablan. Revisiones del vínculo género/juventud: del caso María Soledad al #niunamenos en Revista Última Década, vol.26 no.50 Santiago, dic. 2018. Disponible en: https://scielo.conicyt.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22362018000300157

La tinta (2020): María Soledad Morales: fue feminicidio. Artículo periodístico disponible en: https://latinta.com.ar/2020/09/maria-soledad-morales-fue-feminicidio/

Machado Aráoz (2014): Potosí, el origen. Genealogía de la minería contemporánea. Editorial Mardulce, Buenos Aires.

Machado Aráoz, Horacio (2016): Sobre la naturaleza realmente existente, la entidad ‘América ’ y los orígenes del Capitaloceno. Dilemas y desafíos de especie en Revista Actuel Marx Intervenciones N°20, pp. 205 – 230, Santiago de Chile.

Reguero Patricia (2017): Entrevista a Raquel Gutierrez Aguilar: “No queremos gestionar el infierno, queremos desarmarlo y construir algo distinto” en Pikara Magazine, mayo de 2017. Disponible en: https://www.pikaramagazine.com/2017/05/raquel-gutierrez-aguilar/

Video (5 de abril de 2011): Mujeres del silencio en Catamarca. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=Otzr0Y1XjoA

MEMORIA EN CATAMARCA (1990-1995)

LUMBRES SILENCIOSAS

Crónicas de las caminatas entre
las montañas catamarqueñas
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